Comentario
Con la llegada de los omeyas a la Península, el patrimonio cultural de Oriente conquistó Europa.
No es común ver a un príncipe encarnar de manera casi perfecta el apego de una cultura, la andalusí, a las ciencias, las artes y las letras. Con Abd al-Rahman I no sólo ocurre esto: con su marcha forzada de Damasco y su entronización en Córdoba (756), el fundador de la dinastía Omeya en al-Andalus representa la transmisión a Occidente de todos los legados de Oriente.
Cuando, nostálgico, ordena traer una palmera que le recordaría su Siria natal, protagoniza uno de los primeros acontecimientos científicos en la historia de al-Andalus: la plantación de este árbol en su mítica residencia de campo es un precedente del uso de los jardines botánicos para la mejora metódica de las especies. En las primeras y turbias décadas que sucedieron a la conquista musulmana en el año 711, hechos de esta trascendencia eran inéditos.
Cuando en el año 785 ordena construir la mezquita Mayor de Córdoba, entroniza un estilo que influenciará tenazmente el arte y la arquitectura en todo el Occidente islámico. Mucho se ha escrito sobre si fue el arquitecto de la fabulosa obra, pero lo cierto es que sus sucesores respetaron escrupulosamente en sus ampliaciones las geniales innovaciones, formas y proporciones plasmadas en el templo primitivo. Con Abd al-Rahman I, pues, encontramos en forma de anécdota histórica todos los elementos precursores o fundadores que desembocarían pronto en una deslumbrante explosión creativa, producida en una sociedad plural que sabía recoger los frutos de numerosas herencias.
En el campo de las ciencias, parte del considerable legado del iranismo y del helenismo llegó a través de las traducciones árabes realizadas en Bagdad o en la Península. La medicina y otras disciplinas empezaron a ser objeto de compilaciones realizadas por especialistas a menudo procedentes de Oriente y sabios andalusíes, entre los que destacaban numerosos cristianos y judíos. A finales del siglo X, Hasday Ibn Saprut, dignatario judío de la corte califal; Ibn Yulyul, médico cordobés de los omeyas; y Muhammad Ibn al-Kattani tradujeron al árabe la Materia médica de Dioscórides, bajo la égida de un monje bizantino. La lista de sabios que marcaron la historia de las ciencias en al-Andalus es interminable. Cabe citar, en época omeya, a al-Zahraui (Abulcasis), padre de una voluminosa enciclopedia de medicina y cirugía; al-Mayriti, divulgador del neoplatonismo y del pitagorismo; Ibn al-Saffar, autor de un tratado sobre el empleo del astrolabio y de las tablas astronómicas, sin olvidar a Ibn Firnas, que intentó volar adaptando a sus brazos dos alas y cubriéndose con una pieza de seda revestida de plumas.
Más allás de esta anécdota, a orillas del Guadalquivir, en Toledo o en las ciudades del Levante se palpaba cierto espíritu de la Alejandría de los Ptolomeos en el afán por almacenar el saber. La biblioteca de al-Hakam II se componía de decenas de miles de volúmenes. Arrasada la famosa colección del ilustrado califa, y apagada la mecha del califato omeya a principios del siglo XI, la llama de la ciencia se mantendría encendida en las ciudades de al-Andalus. A su vez, este legado se trasmitiría parcialmente a la Europa cristiana a través de las traducciones de los textos árabes al latín, gracias sobre todo a la paciente labor de monjes en Toledo, Cataluña y tantos otros lugares.
En el capítulo de las artes, el acto fundador de la construcción de la mezquita de Abd al-Rahman I iba a desembocar, casi dos siglos después, en el período de plena madurez del arte omeya. Se puede admirar en la ampliación de al-Hakam II, en el efecto hipnótico de su mihrab, en lo vertiginoso de los arcos entrecruzados, en la luminosa solución de las bóvedas nervadas. También se vislumbra en las ruinas de Madinat al-Zahra. La ciudad califal no ha dejado solamente su sobrecogedor esqueleto de piedra y mármol, su soberbio Salón Rico y todo un imaginario sobre tejados de oro y albercas de mercurio, sino que nos ha premiado con los objetos de las artes suntuarias, diseminados en museos y colecciones del planeta, ahora mismo expuestos en su entorno original. Son los testigos del exquisito refinamiento imperante en la corte. Las deliciosas arquetas y botes de marfil salidos de los talleres de Azahara crean mundos maravillosos, en los que aparecen jinetes, músicos, pájaros, pavos reales, leones y animales fantásticos en medio de una profusa vegetación estilizada. Las columnas y paneles de mármol que adornaban los palacios están tan finamente tallados que nos recuerdan precisamente la labor de encaje en el marfil. Los objetos de bronce que vieron fluir las aguas de este paraíso artificial retienen parte de sus misterios: las bocas de fuente en forma de cervatillo que adornaban las albercas reales, los aguamaniles que cobran la forma de pavos reales, sin olvidar la rica producción de cerámica con variados motivos en verde y manganeso y las suntuosas telas de seda o de lino, bordados en hilos de oro, que salían de Dar al-Tiraz, las fábricas reales de la ciudad califal.
En cuanto a la producción literaria, todos los géneros están excelentemente representados. Las recopilaciones biográficas son un enorme baúl donde cabe buscar en las historias, anécdotas y obras de los miles de autores andalusíes. Las descripciones geográficas ofrecen un fascinante recorrido repleto de imágenes y metáforas por todas las ciudades de la España musulmana, y las rihla (relatos de viaje) cuentan las peregrinaciones de los eruditos occidentales por el Oriente, en busca de la sabiduría. Luego géneros como las raudiyat o nauriyat estaban exclusivamente dedicados a la descripción de las flores. Siempre en el dominio de lo convencional, numerosos poetas vivieron en la corte de los emires y califas cordobeses, prontos para cantar alabanzas y panegíricos a sus amos. La vena creativa se prolongaría en las cortes de los príncipes de las taifas, en los palacios de los gobernadores almorávides y almohades, entre las murallas de la Alhambra y en las calles de las ciudades de al-Andalus.